Luz, para no pensar

“Seré en tu vida lo mejor

De la neblina del ayer

Cuando me llegues a olvidar

Como es mejor el verso aquel

Que no podemos recordar”.

Homero Expósito

La memoria funciona como la visión en una tormenta durante una noche sin electricidad. Llueve y no ves nada. Ruido blanco y ceguera. La sala de tu casa está llena de mementos de tu pasado: el cuadro, el bastón, el sofá, el cenicero. Cada objeto tiene una expresión inmaterial y agotadora que no te deja pensar. La trampa más grande de la conciencia es la creencia de que recordar y pensar es lo mismo. Pero el recuerdo es un acto contemplativo, mientras el pensamiento es un ejercicio de creación. En lo oscuro, sin nada que te distraiga, sin la imagen de mementos, piensas. La memoria es dedicarnos a mirar todo lo que tenemos, pero la creación es un acto de privación de los sentidos.

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Un interminable pradera al sol

“Era una inmensa pampa de granito; su color, gris; en su llaneza, ni una arruga; triste y desierta; triste y fría; bajo un cielo de indiferencia, bajo un cielo de plomo”.

José Enrique Rodó

 

“(…)

“Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;

o los heraldos negros que nos manda la Muerte”.

César Vallejo

 

A veces uno está ansioso por recibir golpes de la vida. Toneladas de granizo encendido en la cabeza, un terremoto silencioso que te derrumbe más allá de las palabras, una catástrofe ensañada en tu belleza, o una fiera envidiosa de tu alegría, para poder escribir líneas como “muerte en vida”, “agonía eterna” o esas cosas tan injustas con los ojos ajenos (ya uno sabe que no es capaz de escribir “golpes como del odio de Dios”).

Pero no. No hay una gota de agua que anuncie una inundación, ni un jirón de ventolera presagio de la tormenta. Solo un sol permanente, nauseabundo. Un sol que te marchita sin destruirte, que te acelera las arrugas y la calvicie, que te envejece rauda y mediocremente, sin haber recibido una bala en el corazón: es sabido que ciertas formas del amor y la muerte se encuentran solo en el país de los jóvenes.

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Clara, Eva y los monstruos

Amalia Gaute en Jack the Ripper: no me abraces con tu puño levantado, de Agniezka Hernández

El 28 de abril de 1945, Clara puso el pecho ante las balas que estaban destinadas a matar al hombre que amaba. Le dieron la oportunidad de salvarse, no quiso. De haberse negado los fusileros, hubieran tenido que amarrarla por el resto de sus días para que no fuera a enterrarse viva con él.

El tipo no era de los que muchos considerarían que se merece tal arrojo por parte de una mujer treinta años más joven, hermosísima, refinada. Una mujer que no era ni siquiera su esposa.

Es cierto que la consentía con el roce suave que solo saben dar los puños de hierro, pero era un monstruo, que tuvo el peor de los finales (como pocas veces pasa en la historia humana). Y ella lo acompañó, como si Fay Wray hubiera decidido subir el Empire State a espaldas de King Kong.

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¿Un café?

Gracias por venir. Tu compañía es muy bien recibida. Sabe quien tiene que saberlo, que eres, por suerte, un alivio: el cigarrillo que se fuma para olvidar el hambre, el alcohol que, dizque, anestesia las pasiones sobrias, la mujer en la que pienso cuando no quiero pensar en esa mujer.

Tal vez estoy hablando de más. Voy a explicarte tu importancia.

Ella, ese día, fumaba. Lo hacía poco en público porque pensaba que se veía torpe. La realidad era que, cuando prendía un cigarro, el mundo se volvía blanco y negro, a la ciudad le salía grano de celuloide y el humo de desde su boca parecía el vapor saliendo de una taza de café sobre una mesita en la terraza de Les Deux Magots.

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