
Gracias por venir. Tu compañía es muy bien recibida. Sabe quien tiene que saberlo, que eres, por suerte, un alivio: el cigarrillo que se fuma para olvidar el hambre, el alcohol que, dizque, anestesia las pasiones sobrias, la mujer en la que pienso cuando no quiero pensar en esa mujer.
Tal vez estoy hablando de más. Voy a explicarte tu importancia.
Ella, ese día, fumaba. Lo hacía poco en público porque pensaba que se veía torpe. La realidad era que, cuando prendía un cigarro, el mundo se volvía blanco y negro, a la ciudad le salía grano de celuloide y el humo de desde su boca parecía el vapor saliendo de una taza de café sobre una mesita en la terraza de Les Deux Magots.
Pero bueno, nada, que he pensado mucho en ti últimamente. La pasamos bien la otra noche ¿verdad? Discúlpame que no haya respondido tus mensajes a tiempo, he estado muy complicado en la oficina. Cuando digo que estoy complicado, la entiendo. Ella nunca tenía tiempo para vernos. Ahora sé que eso puede ser verdad. ¡Qué bien que trajiste vino! Aquí no queda nada decente de beber. No estoy acostumbrado a tener alcohol en casa. Ella casi nunca venía. Incluso cuando nos vimos por última vez, fue en un lugar público.
Antes de ese día, callaba. Hablaba con los ojos, pero callaba. Y cuando no se trata de entender palabras, sino de interpretar miradas, uno tiende a prestarle atención a su ego y a su ingle, en lugar de al sentido común.
Entonces no fumaba. Me miraba hacerlo. Decía que me movía con gracia cuando lo hacía, que era muy plástico, que mi muñeca partida junto a mi cara me hacía ver como una chica de Soyer, no mundano y aburrido como los jugadores de cartas de Cézanne.
Luego empezó a utilizar formas verbales en pasado que nunca utilizó en presente. ¿Qué tanto le dolía amarme que solo lo reconoció cuando dejó de hacerlo?
Por favor, si pones las copas sobre la mesa, ten cuidado, no muevas nada, que estoy intentando aprender a jugar ajedrez. ¿Tú juegas? ¿Quieres intentar una partida? Por cada pieza comida que no sea un peón, hay que quitarse una prenda de ropa.
El ajedrez, dicen los que lo juegan, que es difícil y apasionante. Da lo mismo que estés a punto de perder: si al contrario se le acaba el tiempo, ganas. Y así planteé mi partida con ella. El problema de enamorarse es que te tocan las negras y del otro lado del tablero, las piezas son invisibles. Ganas o pierdes según te digan: jaque mate en tres movimientos, y no tienes forma de rebatirlo.
Se compró una cajetilla de cigarros y me invitó a un café definitivo. Así, plásticamente, en invierno y en exteriores. No era Les Deux Magots, pero estaba la atmósfera para crear las hermosas nostalgias. Fumábamos. Aunque la escena era azul, alguien debería colgar una foto en blanco y negro de nuestra mesa en la pared de aquel café. Yo me sentía tristemente resignado y ella tristemente aliviada. Y fumaba.
Por cierto ¿tú fumas? Aquí puedes fumar sin problemas. Solo ten cuidado con los muebles, que es carísimo volverlos a tapizar y ya ella, en un descuido, tomando café, me manchó el sofá en aquella esquina. ¿Lo ves?
Con aquella taza delante, conversaba más de lo normal. Hablaba y hablaba. Ni un silencio. Me miraba únicamente por ver, a través del humo del cigarro. Me veía sin mirada. Hablaba y miraba la pantalla de su teléfono. Cuando alguien usa el celular y llena con temas irrelevantes el espacio que antes era de las miradas y el silencio es porque algo se está acabando.
Bueno, nada. Cambiemos el tema, que te estoy agobiando. No me he callado en toda la tarde. A veces soy egoísta con las cosas que necesito decir. Se suponía que iba a hablarte de tu sonrisa y de lo mucho que me gusta hacer el amor contigo. Te juro que lo intenté. Lamento que esta historia no sea sobre ti. ¿Nos vemos mañana? Aunque no sea en Les Deux Magots. Un café es un café.