Luz, para no pensar

“Seré en tu vida lo mejor

De la neblina del ayer

Cuando me llegues a olvidar

Como es mejor el verso aquel

Que no podemos recordar”.

Homero Expósito

La memoria funciona como la visión en una tormenta durante una noche sin electricidad. Llueve y no ves nada. Ruido blanco y ceguera. La sala de tu casa está llena de mementos de tu pasado: el cuadro, el bastón, el sofá, el cenicero. Cada objeto tiene una expresión inmaterial y agotadora que no te deja pensar. La trampa más grande de la conciencia es la creencia de que recordar y pensar es lo mismo. Pero el recuerdo es un acto contemplativo, mientras el pensamiento es un ejercicio de creación. En lo oscuro, sin nada que te distraiga, sin la imagen de mementos, piensas. La memoria es dedicarnos a mirar todo lo que tenemos, pero la creación es un acto de privación de los sentidos.

A veces, en medio de la tormenta oscura, un relámpago ilumina todo, pero solo nos da tiempo a divisar uno de esos tarecos y dedicarle un segundo a su significado, solo el tiempo suficiente como para no regodearnos eternamente en el quién, el cuándo, el cómo lo obtuvimos, en qué uso tuvo cuando aún servía para algo diferente a amueblar la memoria. Y volvemos a lo oscuro, a pensar en el presente, en el tengo hambre, en el mear, el abrazar, el trabajar, el vivir.

Es simple. Nadie puede vivir todo el tiempo con la luz de la memoria encendida. No solo los objetos abruman por sí mismos, sino que empiezan a contarse historias entre ellos, y lo malo de las historias es que tienen moralejas, y lo malo de las moralejas del pasado, bueno, es que son del pasado.

Relámpago, el cuadro que final e inútilmente ya enmarcaste. Relámpago, el bastón que fue objeto de lujo, luego necesidad y ya en silencio. Relámpago, el sofá que aún esto y aquello, y ya no aquello y lo otro. Relámpago, el cenicero que no cáncer todavía, que las colillas de la marca que yo fumo no son las únicas, que ya hay que limpiarlo.

La oscuridad vuelve tras los destellos y vuelven a funcionar las oraciones gramaticalmente bien, con los verbos adecuados y los adjetivos describen, y los sustantivos nombran a las cosas por su nombre.

Se trazan, en lo oscuro y templado, las estrategias, se definen los principios, se decide quién es de verdad el amigo, a quién no le importamos de verdad, la lista de compras, fue solo sexo, cómo matar al jefe en Elden Ring. Tenemos en cuenta lo que sabemos y sentimos, no las imágenes y las impresiones parásitas dejadas por los objetos del salón. En los pequeños momentos de luz reunimos algunos elementos, pero la iluminación de las decisiones y las conclusiones vienen cuando no estamos ingiriendo comida chatarra por los ojos.

Y son agradables los mementos, pero no debe durar su efecto. La luz, como la de las explosiones, los incendios forestales y las sirenas, desorientan y subvierten la paz reflexiva y fecunda de la oscuridad.

En los recuerdos se sedimenta el caos. Se baja de peso, el sexo nunca será como aquel sexo, la barba crece descontrolada, nos echan del trabajo por ilusos, nos echan de las camas por parcos, nos cortan la electricidad por impago, crece la humedad en las paredes. La mente humana no está preparada para vivir siempre en la luz, para no sentarse a reposar nunca de lo que fue.

La música de aquella noche es un silbido ensordecedor, aquel sabor te quema la lengua. La luz, la puñetera luz, te mete tantas ideas en la cabeza que tu tren del pensamiento se convierte en una avalancha de hierro montada en una montaña rusa anclada al cielo. Abrumados tus sentidos, sobrecargado tu raciocinio, no ves el daño y eres incapaz de encontrar el interruptor.

La luz constante es para los locos que sucumbieron a ella o para los ciegos que no la decodifican.

Entra y sale gente de tu habitación alumbrada, pero sin alumbramientos. Y antes de salir, dejan un traste más, algo más para mirar y recordar, otro grito que se suma al coro graznante de tu pasado sin haber dejado de ser presente.

Y un beso y otro cacharro, y una cerveza y otro cachivache, y un vinito y otro chisme, y el partido del sábado y otra baratija, y una confesión más un consejo acompañados de cualquier mierda. Diez mil contactos que son bits basura en tu teléfono, datos sobre deportes que no te interesan, un libro, una piedra, una vela fastidiosamente luminosa. Nadie está dispuesto a quedarse, pero todos quieren dejar una huella.

Se abre la puerta, entra, te encuentra sonriendo y dando vueltas con los ojos abiertos, delirante. Tranquilamente, apaga la luz, y se recuesta junto a ti. Vuelves a escuchar la lluvia. Te hace percatarte de que sabes pensar, se sienta a pensar contigo, a pensar en ti, a que pienses en ella. A pensar, no a recordar, puesto que no es lo mismo.

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