Un interminable pradera al sol

“Era una inmensa pampa de granito; su color, gris; en su llaneza, ni una arruga; triste y desierta; triste y fría; bajo un cielo de indiferencia, bajo un cielo de plomo”.

José Enrique Rodó

 

“(…)

“Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;

o los heraldos negros que nos manda la Muerte”.

César Vallejo

 

A veces uno está ansioso por recibir golpes de la vida. Toneladas de granizo encendido en la cabeza, un terremoto silencioso que te derrumbe más allá de las palabras, una catástrofe ensañada en tu belleza, o una fiera envidiosa de tu alegría, para poder escribir líneas como “muerte en vida”, “agonía eterna” o esas cosas tan injustas con los ojos ajenos (ya uno sabe que no es capaz de escribir “golpes como del odio de Dios”).

Pero no. No hay una gota de agua que anuncie una inundación, ni un jirón de ventolera presagio de la tormenta. Solo un sol permanente, nauseabundo. Un sol que te marchita sin destruirte, que te acelera las arrugas y la calvicie, que te envejece rauda y mediocremente, sin haber recibido una bala en el corazón: es sabido que ciertas formas del amor y la muerte se encuentran solo en el país de los jóvenes.

Por momentos hubo suerte. Apareció la mujer, que era un diamante, y la soltaste porque era demasiado dura para tu mandíbula; o la que besaste, pero era demasiado leve para tu aire y salió volando como los vilanos de un diente de león a desparramar con semillas estériles toda la magia que habías puesto en sus raíces.

No, no somos víctimas. La pericia para vislumbrar una batalla perdida antes de comenzarla se puede medir en centímetros de cicatrices. Un gladiador experto que escoge si entra al ruedo, solo puede culparse a sí mismo por el pollice verso de la vida. No somos tampoco, por tanto, victimarios de nadie.

Escogemos andar al sol antes que morir o escondernos. Escogemos la piel ajada y quebradiza, antes que la suave transparencia de la cebolla que se logra en las grutas húmedas y oscuras donde nunca pasa nada. Y afuera tampoco pasa nada nunca… pero podría, pensamos. Caminamos bajo el sol resistible, pero constante, y nos la damos de valientes. Raídos, viejos, en buscas de pasiones que no están, pero podrían, allá donde se acaba la pradera.

Bajo los pies, un verde raso. Nada para resguardarse, algo así como un limonero (aunque tenga hormigas), ni un ciruelo ácido para llenarse, ni un mullido crisantemo donde hacernos pequeños y escabullirnos a echar la siesta; solo malas hierbas que se disfrazan de una belleza sutil y repetitiva: romerillos, dientes de león, un diamante que alguien dejó tirado. ¡Ignorantes! ¿Quién deja tirado un diamante? Tal vez un diamante sea la semilla del árbol de la vida. Solo lo sabría la tierra.

Hecha una cota de malla oxidada la piel, el sol no molesta. Sin nada de qué huir o hacia donde precipitarse, el andar se vuelve uniforme, con una velocidad tan constante que parece reposo. El único indicio sobre el paso del tiempo son las escamas, arrugas y fisuras nuevas que nos van saliendo.

Por eso buscamos la hecatombe, el desastre del que correr despavoridos o el apocalipsis ante el cual detenerse y sembrarse a morir con la cara infestada de carcajadas dementes hacia el cielo que nos ataca con toda su furia pluvial. 

Ese día, ojalá nos dé tiempo a correr delante de la grieta que se abre a nuestros pies tragándose la pradera, que nuestro rígido pellejo estalle por el esfuerzo y nos salga una piel nueva, que logremos llegar a algún sitio seguro con los huesos adoloridos, pero con una elasticidad redescubierta.

Entonces nos sentaremos por primera vez en siglos en una cama de romerillos, soplaremos un diente de león y entenderemos que esas pasiones que buscábamos nos son otra cosa que ver a los vilanos volar como plumas sin pájaros, llenos de magia nuestra, bajo el diluvio, en busca de un diamante enlodado al que polinizar, y la paz de ver crecer, en la pradera hueca e inundada, al árbol sibilantede la vida.

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