
“Era una inmensa pampa de granito; su color, gris; en su llaneza, ni una arruga; triste y desierta; triste y fría; bajo un cielo de indiferencia, bajo un cielo de plomo”.
José Enrique Rodó
“(…)
“Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte”.
César Vallejo
A veces uno está ansioso por recibir golpes de la vida. Toneladas de granizo encendido en la cabeza, un terremoto silencioso que te derrumbe más allá de las palabras, una catástrofe ensañada en tu belleza, o una fiera envidiosa de tu alegría, para poder escribir líneas como “muerte en vida”, “agonía eterna” o esas cosas tan injustas con los ojos ajenos (ya uno sabe que no es capaz de escribir “golpes como del odio de Dios”).
Pero no. No hay una gota de agua que anuncie una inundación, ni un jirón de ventolera presagio de la tormenta. Solo un sol permanente, nauseabundo. Un sol que te marchita sin destruirte, que te acelera las arrugas y la calvicie, que te envejece rauda y mediocremente, sin haber recibido una bala en el corazón: es sabido que ciertas formas del amor y la muerte se encuentran solo en el país de los jóvenes.
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