
Seguramente ya nunca te fijas en las nubes. Yo recuerdo que, de niño, cuando te aburrías de contar los mosaicos del suelo en aquella enorme casona derruida de la calle Río, o cuando descubrías por fin a qué parte del patio las hormigas se habían llevado las alas de las cucarachas, pasabas horas esculpiendo nubes.
Era difícil encontrar una que no tuviera forma definida: un zapato, Voltus V, la Isla de Cuba. Los animales, los barcos, los aviones eran más fáciles.
Y hasta aquí el recuerdo edulcorado de la niñez humilde, despreocupada y feliz.
Ya luego entraste en la adolescencia, te enamoraste, comenzaste a lidiar a trompicones con la presión social de la escuela y descubriste la masturbación –tarde, pero telúricamente-.
En algún momento alrededor de los 13 años, entre la primera vez que alguien te amenazó con una navaja y el primer trago de ron con tus amigos, entre la primera mala calificación y la primera burla por tu modo de vestir, dejaste de creer que las nubes eran sólidas y sobre ellas se caminaba y saltaba con gravedad reducida. Debe ser por la época en que, en vez de mirar al aire libre, tu imaginación se trasladó a espacios privados mientras cerrabas los ojos y pensabas en las piernas de ella.
Entre la primera vez que eyaculaste en el baño y tu primer salario, lo único que hiciste fue prepararte para lo que vendría. Ser adulto te asentaba. El sexo, el alcohol, la política, el mercado del arte.
Te venían bien hasta el desamor, las lágrimas, el trabajo de mierda, el país pequeñito y la insolvencia, porque te daban motivos para quejarte de las maneras más creativas. A todo el mundo le gustan los torturados.
Otras nubes se formaron. En tus pulmones, la nube de humo de los clubes, y en tu cerebro, la nube de nieve que aspirabas de las mesas de cristal para centrarte en el ahora, para sentir solo tal cosa, para pensar solo tal otra. Y el vaho del sudor de las mujeres sin nombre te disolvió el de ella, y un tornado de papeles con cifras arrasó con tus libros de poesía, y un temporal de reuniones tapó el sol. Ni te acordabas de las nubes del patio.
…
Los años te drogaron. Tu edad se volvió adicta a ti y te recompensó con el dinero, el alcohol y las minifaldas. Todo lo que te regaló, sucedía de noche, cuando no hay nubes. Todo lo que te cobró, y pagaste resignado, sucedía de día. Las puñeteras nubes con el fondo azul solo eran un gas deforme que tus amigos atravesaban en aviones, que ya no eran de nube, para irse al carajo y no regresar.
¿Cómo no las ibas a odiar? Mientras eran visibles, estabas amarrado a un reloj, trancado tras un e-mail, rehén de planes, estrategias y programas.
Hasta ese día en que, en pleno mediodía, durante una resaca enorme y tras gritar, como de costumbre, a aquellas personas que cobraban por aguantarte, las nubes se hartaron de tu ausencia de imaginación.
Fue tan estentórea la tormenta que se cortó la electricidad. A falta de contratos en PDF, e-mails y hojas de cálculo, hiciste un avioncito de papel. A falta de iluminación y aire acondicionado, abriste la ventana, prendiste un cigarrillo y lanzaste el origami.
Parecía que no caía. Ninguna aeronave de papel había durado tanto en el aire. Más que descender, parecía subir. Viéndolo planear, recordaste aquellos ojos, aquellos animales, aquellos barcos… Te regresó al presente el cigarrillo quemándote los dedos.
¡Mierda, se esfumó! Y mientras volvías a poner la vista en la lontananza, buscando tu avioncito de papel, una figura puntiaguda, con un par de alas de nube, se formó ante tus ojos en el cielo gris azulado de la tormenta que comenzaba a amainar.