Una sonrisa y un dedo

P1060764“El viejo de los bajos se murió, prepárate para el mal olor de la escalera”. Ese fue el mensaje de su hermano que recibió mi amiga mientras tomábamos café.

Un sentido del humor muy raro debía tener el hermano. Analizándolo mejor, la risa a través de la insensibilidad es casi inherente a la condición humana, al menos, a los occidentales, que nos estamos riendo de la muerte desde que un león le arrancó la cabeza por primera veza un esclavo en uncoliseo romano, o desde antes. Tal vez se partieran de la risa los cavernícolas al ver como un mamut aplastaba a algún infeliz (al quitar lo inhumano de la esclavitud y sumar lo inevitable de la casualidad, esto último todavía puede ser considerado, de cierta manera, cómico).

Pero el hermano de mi amiga no hacía un chiste. Realmente, en la escalera había una peste que se podía cortar con una tijera. Era una mezcla de leche quemada con aliento de cebolla, algo digno de la imaginación de Süskind. Si Belcebú va al baño, así es como huelen sus deposiciones.

El viejo de los bajos, según cuentan, estaba loco. Nadie conocido había entrado nunca a su casa, rara vez hablaba con alguien y jamás se bañaba. No se podía identificar si aquella nube que ofendía al olfato era el cadáver descompuesto del hombre o si era la montón de años de descuido que lograron escapar finalmente cuando los bomberos echaron la puerta abajo: la acumulación de sábanas y toallas que nunca se lavaron, de platos que no se fregaron nunca, de décadas de sudor y quién sabe qué otros fluidos acumulados en la guata del sofá, de generaciones de ratones enterrando a sus muertos en las esquinas (debajo del aparador, detrás del escaparate, entre la montaña de basura en el balcón).

Dicen que caminaba por la calle con una sonrisa en la cara. Una sonrisa que no dirigía a las personas, ni siquiera a los niños. Era una mueca de guardia que llevaba a toda hora, como mismo nosotros, los cuerdos, llevamos la mueca de la seriedad.

Dicen que su mano izquierda tenía también constantemente una mueca: cerrada con el dedo del medio apuntando hacia afuera. “¡Jódete!” quiere decir ese gesto. Probablemente, su intención era el plural, atendiendo a que no lo levantaba para mostrárselo a nadie. Solo lo tenía allí, como un manifiesto, como una medalla.

No era muy diferente al resto de la humanidad. Todos andamos por la vida con una sonrisa burlona, riéndonos de las desgracias ajenas, de las fealdades ajenas, de la estupidez ajena. Todos, por corteses que seamos, vamos por ahí diciéndole “¡jódete!” a medio mundo y creyendo que el Sol sale por nuestro ombligo y se pone por nuestra mollera.

La marca distintiva del viejo de los bajos es que él no lo ocultaba detrás de la mueca de la seriedad. Es posible que su locura residiera en que la compasión, la solidaridad y las buenas maneras eranlos vicios que debía esconder de los otros.

Varios días estuvieron los vecinos de aquel bonito edificio de La Víbora tirando agua, rociando ambientador y raspando con ácido cada una de las esquinas del edifico, restregando con nuevas y ásperas escobas hasta el más agudo ángulo, desinfectando con espumosos y caros detergentes los escalones desde el zaguán hasta la azotea.

El inmueble era un crisol, pero la peste no se acababa. El apartamento del viejo de los bajos que se murió era un tumor que hacía metástasis de hediondez por todo el edifico. Aquello no tenía contención, se propagaba libremente pues los bomberos habían roto la puerta.

Todos sabían que la solución era que un pelotón de amas de casa pulcras y católicas entrara a la casa del viejo loco, desinfectante y Biblia en mano. Un par de ellas barajó en serio la idea para enterarse de qué obscenas criaturas podían habitar aquel vórtice de entropía, pero nadie se atrevía.

Definitivamente, tendría que aparecer algún hijo, un sobrino del campo, o algún pariente lejano que reivindicara aquellos sulfúricos dominios como suyos y que, al menos, pusiera una puerta para que los demonios no siguieran asediando los asépticos pasillos, descansos y escaleras.

Pero nadie apareció. El viejo loco que iba por ahí sin limpiarse ni siquiera la sonrisa del rostro y sin quitar jamás el gesto del dedo del medio levantado, se murió sin causar la alegría ni el dolor de nadie. Solo la incomodidad de sus civilizados, aseados y cuerdos vecinos.

“¿Quién vendría a meterse en esa asquerosidad de casa?”, preguntaba retóricamente mi amiga cuando hablaba sobre el tema. “¡Es como meterse en la boca de un león!”. Y bueno, durante siglos los gladiadores se metían en las fauces de la bestia a falta de otras opciones o a sobra de desesperación.

Y pensándolo bien, la dentadura de este león no era tan mala. Es decir, cuán despreciable puede ser un apartamento de tres cuartos y dos balcones en La Víbora, por sucio que esté. Pero bueno, mi amiga no sabe demasiado de esas cosas, pues ella nunca fue esclava, sino patricia mirando desde las gradas.

Días después, cuando el Gobierno esperó el tiempo que se espera en estos casos para determinar que nadie aparecería, llegó una experimentada gladiadora, que sin la ayuda de químicos sofisticados ni inteligentes aspiradoras, convirtió, con sorprendente sencillez, aquella inmundicia en un hogar.

Ya nadie se acuerda del viejo de los bajos que se murió. Todo el mundo se acuerda del César, del gladiador o del león, pero nadie se ríe por las desgracias del loco mendigo del ágora (hubo un mendigo que vivía en un barril que se llamaba Diógenes, si no me falla la memoria).

Ya no hay peste, incluso algunos vecinos han hecho amistad con la nueva inquilina de ese espacio que ya se puede llamar casa. Algunos de ellos, mientras le aceptan el café, le hacen cuentos de horror acerca del viejo loco que vivía allí y que terminó muriéndose. “¡Lo encontraron a los días, por la peste!”, dicen espantados.

Y aunque nadie le vio la risa porque lo bajaron tapado, un par de ellos asegura que cuando iban por la escalera, uno de los bomberos tropezó y al cadáver se le salió la mano izquierda, que tenía el puño cerrado y el dedo del medio extendido.

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Una respuesta a Una sonrisa y un dedo

  1. localghost dijo:

    diogenes

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